martes, 26 de octubre de 2010

“Hace pocos días murió un bebé en Pailaviri porque no tenía qué comer”

“Hace pocos días murió un bebé en Pailaviri porque no tenía qué comer”

Los mineritos olvidados de Bolivia

Abigaíl Canaviri, de 14 años, entra todas las noches en las galerías del Cerro Rico de Potosí, una de las minas más deterioradas y peligrosas del mundo. Allí empuja vagonetas cargadas de rocas durante doce horas, a cambio de dos euros. Como ella, unos 13.000 niños bolivianos arrancan rocas, muelen el mineral, lo tratan con ácidos y lo acarrean sobre sus hombros

Día 24/10/2010 - 06.42h
Hacia las seis de la tarde, la montaña empieza a escupir hombres azules. Salen de las bocaminas, rebozados de polvo de estaño, levantan la cara hacia la luz y enseguida la agachan, deslumbrados. Caminan cabizbajos, sin quitarse el casco, arrastrando las botas por la gravilla, en silencio. Diez mil mineros bajan como hormigas por las laderas del Cerro Rico hacia la ciudad de Potosí.
En un pedregal a 4.300 metros de altitud, en la caseta de adobe donde vive con su familia, Abigaíl Canaviri Canaviri se calza el casco, la lámpara frontal y las botas de goma. Esta niña de 14 años espera a que salgan los mineros para entrar a trabajar toda la noche bajo tierra.
El Cerro Rico es un montañón despellejado, destripado y desmochado. Esta pirámide rosácea, de la que manan hemorragias minerales por seiscientas heridas, alcanzaba los 5.200 metros de altitud cuando llegaron los colonos españoles y ha menguado hasta los 4.700. Durante cinco siglos la han perforado, socavado, dinamitado y triturado, le han roído noventa kilómetros de túneles, pozos y ramificaciones en las entrañas, quizá doscientos, quizá quinientos kilómetros. Le arrancaron quince mil toneladas de plata pura, quizá treinta, quizá cincuenta mil toneladas; hoy le siguen sacando tres millones de kilos de rocas al día para obtener estaño, cinc y plata. La montaña es un cascarón mineral cada vez más hueco, las laderas se derrumban aquí y allá, y los potosinos temen el día del colapso final, el hundimiento apocalíptico que culmine la historia del Cerro Rico: en sus entrañas yacen los huesos, o el polvo de los huesos, de docenas de miles de mineros. La montaña que devora hombres, la llaman.
Los supervivientes de hoy bajan caminando o apiñados en camiones a la ciudad, extendida en una meseta a 4.000 metros, con las iglesias alzando torres barrocas en medio de un oleaje de luz blanca, del mar de destellos que el sol arranca a los tejados de calamina del cinturón de chabolas, del esplendor de la miseria que inunda Potosí al atardecer.
Y a las ocho, cuando ya van saliendo los últimos hombres azules, Abigaíl entra por una bocamina angosta. Da pasos cortos, siempre pisando los raíles de las vagonetas para no hundirse en el fango anaranjado, en ese puré de metales y aguas fétidas, estirando el brazo derecho para palpar metro a metro la roca viva, agachándose cada poco para no golpearse con las vigas podridas que todavía apuntalan la galería pero ya resquebrajan el ánimo. Así camina por los bronquios del Cerro Rico, respirando un miasma caliente, pegajoso, saturado de sílice, asbesto y arsénico, abriendo en la oscuridad una cuña de luz con la lámpara de su casco.
Avanzar “como lagarto”
En el fondo del túnel, a 1.500 metros de la superficie, le esperan las rocas arrancadas por los mineros durante el día. A veces con la ayuda de su madre, casi siempre ella sola, amontona las piedras en una vagoneta y la empuja por los raíles hacia el exterior. La carga ronda los trescientos o los cuatrocientos kilos. “Cuando empecé con 12 años, se me hacía muy pesado”, explica. “Ahora ya me voy acostumbrando. Pero siempre es muy cansado. Hace calor. Y a veces tengo miedo”.
Abigaíl tiene miedo de que se le voltee el carro, cuando se lanza en los tramos cuesta abajo y ella intenta retenerlo. Tiene miedo de los lugares tan estrechos en los que apenas hay sitio para la vagoneta y ella tiene que agacharse, empujar y avanzar “como lagarto”. Miedo de los dolores en la espalda y los brazos. De la silicosis: un médico le dijo que debe dejar la mina para que no le ocurra como a su papá, que por la noches reventaba en un terremoto de toses, un derrumbe de alveolos, una sacudida de costillas que lo doblaba en dos. Su papá escupía pedazos de pulmón sanguinolentos. Y murió ahogado cuando ella tenía 8 años. Abigaíl también teme que algún minero borracho la viole: dos amigas suyas de 12 y 13 años ya han tenido bebés por este motivo. Pero le empuja otro miedo mayor: el miedo al hambre. “Hace pocos días murió un bebé en Pailaviri porque no tenía qué comer”, dice. Y piensa en su hermano de cuatro años.
Durante el día, entre los trabajadores de este submundo también pueden verse adolescentes: golpean la peña con mazo y cincel, horadan la galería con barrenas, insertan cartuchos de dinamita, incluso ayudan a los perforistas, que taladran la pared con martillos neumáticos en medio de un zumbido atronador y una polvareda tóxica que ciega y asfixia. Los chavales más pequeños reptan por túneles minúsculos, donde no cabe un adulto. Meten la cabeza en el hoyo, pasan los hombros y se tumban con el pecho sobre la roca. Reptan apoyándose sobre los antebrazos, arrastrando la perforadora con la mano, acercándose metro a metro hacia una cavidad ardiente. La temperatura suele superar los sesenta o setenta grados. Tienen diez minutos para excavar un poco más el hueco, enroscarse sobre sí mismos, girar y regresar arrastrándose al encuentro de sus compañeros y del aire fresco.
Durante la noche, la mina está desierta. En la oscuridad sólo resuena el chapoteo de las botas de Abigaíl. Puede que en alguna galería lejana un juku rasque rocas. Los jukus (búhos, en quechua) son ladronzuelos nocturnos, casi siempre jóvenes, que excavan túneles clandestinos para llegar a las vetas y robar mineral. Si los atrapan los mineros adultos, es probable que salgan con la cara hinchada, algún diente de menos y varios huesos rotos.
Abigaíl tarda dos horas en caminar hasta el fondo de la galería y sacar una vagoneta cargada. Repite la operación seis o siete veces. Comienza a las ocho de la noche y no suele terminar hasta las ocho o diez de la mañana. Por ese trabajo de doce o catorce horas nocturnas, la cooperativa de mineros le pagaba veinte pesos diarios (dos euros), cuatro veces menos de lo que cobra un adulto por la misma tarea. Pero desde hace varios meses Abigaíl trabaja gratis. Sus minúsculas ganancias se las restan a la deuda de 2.000 euros que le cargaron a su madre viuda.
La historia de doña Margarita, la madre de Abigaíl, es la de tantas viudas de mineros: al morir el marido y quedarse sin ingresos, tuvo que abandonar su vivienda y subir con los cuatro hijos a una caseta de adobe en la ladera pelada del Cerro Rico, a 4.300 metros, junto a la bocamina. La caseta es un refugio de seis metros por dos y medio, un cuartucho lóbrego, sin ventanas, cubierto por una chapa de cinc agujereada. Los vendavales del Cerro silban en las rendijas de las paredes, apenas tapadas por cartones y plásticos. Las goteras suelen embarrar el suelo de tierra, donde se aprietan los sacos con la ropa de la familia, una mesita con una cocina de gas y la cama donde duermen Abigaíl, su hermano y su madre, menos apretados desde que los dos hermanos mayores emigraron a Porco y Oruro para buscarse la vida. En esta casa comen maíz hervido, papas y arroz. Y acarrean el agua potable desde una cisterna cercana. En eso están mejor que otras familias, todavía acostumbradas a usar las aguas cargadas de metales que fluyen por la ladera.
Viven aquí, en la canchamina, porque sólo aquí pueden rascar algún sustento. Doña Margarita trabaja de palliri, partiendo rocas con un mazo para seleccionar los bloques más valiosos, barre el polvo de la mina para obtener algunas pizcas de estaño y ejerce de guarda, custodiando las herramientas y la maquinaria de los mineros en un anexo de su caseta. Entre una cosa y otra, gana unos 400 pesos mensuales (40 euros). Pero adquiere un compromiso: se hace absolutamente responsable del material guardado en la caseta, apenas cerrada por una plancha metálica que no encaja en el quicio.
Un domingo de diciembre del 2008, cuando doña Margarita y Abigaíl regresaban a casa cargando un bidón de agua potable, vieron que alguien había arrancado la puerta. Y que les habían robado tres máquinas de los mineros, valoradas en unos 700 euros cada una. Desde entonces, ambas trabajan gratis para la cooperativa, hasta satisfacer la deuda.
Para sobrevivir, Abigaíl escamotea algunos pedazos de mineral y los vende a los turistas de Potosí a cambio de unos pesitos.
Peor que hace cien años
Abigaíl es el eslabón más débil y machacado de un sistema perverso. En Bolivia, alrededor de 5.000 mineros trabajan para la empresa estatal Comibol, otros 9.000 lo hacen para compañías privadas, pero la gran mayoría, unos 45.000, se buscan la vida -y a menudo la muerte- por su cuenta y riesgo.
El caos empezó en 1985, cuando Comibol, ahogada por las deudas, la ineficacia y la corrupción, despidió a 23.000 mineros y dejó muchos yacimientos sin control. Modesto Pérez es minero viejo, una categoría improbable en Bolivia: “Cuando se quedaron sin empleo, muchos saquearon las instalaciones para vender el material”, recuerda. “Se llevaron los raíles, las tuberías de ventilación, los cables, las máquinas; hasta el último fierro y el último perno se llevaron”. Los mineros despedidos se organizaron en unas mal llamadas cooperativas: cuadrillas de unos pocos socios que arrendan un yacimiento, lo explotan de manera artesanal y sin medidas de seguridad, y obtienen un rendimiento exiguo. Si las cosas van bien, ofrecen trabajo a otros mineros para seguir con la explotación: sin contratos, sin seguros, sin cotizaciones, con jornales que alcanzan para sobrevivir y poco más.
Y trabajan en peores condiciones que hace cien años, como explica Pérez: “Desde los saqueos, en muchas galerías no hay vagonetas ni raíles; tenemos que cargar los sacos de mineral al hombro y llevarlos andando tres o cuatro kilómetros hasta el exterior. Acá en el socavón de Cancañiri al menos funciona un generador, pero la electricidad falla a menudo, así que nos quedamos sin jaula [el ascensor que desciende a las galerías inferiores] y bajamos y subimos por las escalas, cuarenta o sesenta metros en vertical, cargados con las perforadoras o con los sacos. Es muy riesgoso. Un resbalón y adiós”. La falta de planificación también mata: “Ya no hay ingenieros ni técnicos. Antes se prohibían las zonas peligrosas, las que se podían derrumbar. Ahora cada cuadrilla taladra por donde quiere, arriba, abajo, en diagonal, sin plan. Harta gente muere porque excava sin saber lo que hay encima y se le derrumba la galería. Ayer mismo murió un compañero, Miguel Characayo, aplastado. Como no volvió a casa, bajaron a buscarlo hasta el nivel -250 y allá encontraron un derrumbe. Entre las piedras sacaron su cadáver”. El apuntalamiento de las galerías da escalofríos: el peso de la montaña descansa sobre vigas combadas, roídas, puestas hace demasiados años. “Ya no se cambian”, dice Pérez, “porque ganamos lo justito para sobrevivir y nadie puede gastar dinero en medidas de seguridad. Tampoco podemos reconstruir el sistema de ventilación. Algunos compañeros trabajan en pozos muy estrechos, donde sólo pueden entrar arrastrándose, y como ya no hay bombeo de oxígeno, encuentran una bolsa de gas y se ahogan allá dentro”. A los 59 años, a Pérez no le queda ningún compañero de su edad. Todos murieron aplastados por derrumbes o asfixiados por la silicosis.
Es difícil que un minero viva más de 35 o 40 años. Cuando muere el padre, la viuda y los hijos quedan al borde de la miseria, se instalan en las casetas de la bocamina y los adolescentes como Abigaíl empiezan a trabajar en las galerías. O en los ingenios exteriores, donde muelen el mineral con enormes quimbaletes manuales (corren el riesgo de aplastarse las manos o los pies, se les hinchan las articulaciones, sufren artritis y tendinitis), concentran el estaño utilizando aguas saturadas de ácidos y xantato (y por las noches sienten clavos incandescentes atravesándoles la cabeza) o acarrean el mineral hasta los almacenes (y quedan doblados por los dolores de espalda). Las autoridades calculan que unos 3.800 niños y adolescentes trabajan en las minas bolivianas, pero según la ONG local Cepromin (Centro de Promoción Minera), los buenos precios actuales del estaño atraen a los adolescentes que quieren hacer dinero y la cifra real de mineritos ronda los 13.000.
Cómo salir de la mina
Cepromin intenta sacar a los niños del subsuelo. Los acoge en sus centros al pie de mina, donde los pequeños trabajadores tienen asegurado un desayuno, una comida, un baño de agua caliente y un entorno amable, a salvo del alcoholismo y la violencia que azotan muchas casas. Cuentan con profesoras de apoyo, que ayudan a los niños con las tareas para evitar que se retrasen mucho en la escuela y abandonen los estudios. Los adolescentes reciben formación profesional y algunas familias obtienen microcréditos para poner en marcha pequeños negocios (panadería, mecánica, electricidad, costura, zapatería…). En la ciudad de Llallagua, donde 175 niños trabajaban en la minería, las ayudas de Cepromin consiguieron que casi todos abandonaran esas actividades y siguieran con sus estudios o los compaginaran con empleos más suaves.
A uno de esos centros acude Abigaíl muchas mañanas. Su empeño es asombroso: cuando sale de la mina, después de trabajar toda la noche, no se mete en la cama sino que acude al centro de Cepromin para desayunar y hacer las tareas del colegio, al que asiste algunas tardes. “Tengo que estudiar para tener una profesión. Es la única manera de sacar a mi mamá y a mi hermanito de la mina”, explica, mientras sorbe un puré de verduras. Con sus manos de minera, curtidas, agrietadas y teñidas por el polvo de estaño, hojea libros ilustrados de Disney y detiene la mirada en los vestidos de Cenicienta o la Bella Durmiente. Le quedan por delante cuatro cursos para sacarse el bachillerato. Suspira: “Pero la escuela se me hace difícil. A veces me quedo dormida”.
Los jóvenes como Abigaíl no se resignan. Muchos de ellos, con 12, 14 o 16 años, se reúnen en asambleas, debaten sobre los derechos de los menores y las leyes bolivianas, redactan informes con sus peticiones y las envían a las autoridades locales para reclamar su atención. Son los grupos nats (“niños y adolescentes trabajadores”), organizaciones dirigidas y gestionadas por los propios jóvenes, que convocan congresos con grupos de toda Bolivia y luchan por mejorar las condiciones de los mineritos, los vendedores callejeros, los empleados del hogar, los lustrabotas…
Fernando Pérez tiene 18 años y por eso cumple sus últimos días como presidente de los nats en la región minera de Llallagua y Uncía. Nos muestra la casita que han construido con ayuda de Cepromin y varias instituciones extranjeras y que los propios jóvenes administran: comedor, sala de reuniones, dormitorios… También cuentan con un horno de pan y tres pequeños invernaderos, cuya producción sirve para financiar los gastos. Fernando está organizando un encuentro de nats de toda Bolivia, que se ha retrasado varios meses porque falta parte del dinero: “Es importante que nos juntemos”, dice, “para conocernos, compartir nuestros problemas y plantearlos a los políticos”.
Fernando empezó a trabajar en la minería con 13 años, en una tarea típica de los adolescentes: se dedicaba a filtrar las aguas sobrantes que vierten los ingenios, aguas cargadas de ácidos que corren por una quebrada pestilente, alfombrada de basuras y cadáveres de animales putrefactos, donde los niños rescatan las últimas arenillas de estaño. Trabajando ocho horas diarias en ese arroyo tóxico, su hermano Ricardo y él sacaban veinte sacos de treinta o cuarenta kilos que luego acarreaban hasta los almacenes compradores de mineral. Ganaban dos o tres euros cada uno, a cambio de quemarse la piel de los brazos, machacarse la espalda, sufrir dolores de cabeza y tener dificultades para respirar.
“Entonces éramos changuitos y aquello era bien duro”, cuenta Fernando. “Después descargamos camiones y trabajamos en la construcción. Mi hermano entró a la mina pero yo nunca quise. Es muy riesgoso. Hace mucho calor, se respira mal, se clavan piedritas filosas en los ojos y hartos mueren por los derrumbes. Una vez a mi hermano se le hundió el suelo bajo los pies. Salió trepando, corrió por el socavón y unos segundos después se derrumbó toda la zona”.
Fernando tiene muy claro lo que no quiere. Y lo que quiere: marcharse a Sucre para matricularse en Bioquímica y ser farmacéutico. Abigaíl también sueña con estudiar Medicina “para darles medicinas a los niños pobres y curarlos gratis”. Ambos pertenecen a esa nueva generación de mineritos que no se resignan a un futuro acorralado por derrumbes y enfermedades. Ambos pelean por salir del subsuelo.

A la espera del presidente

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