martes, 4 de septiembre de 2018

Cuento: El mago y su sombrero

El mago y su sombrero
Por Jose C. López

Un mago con un sombrero enorme, caminaba en medio de la oscuridad de un bosque buscando el camino a un lugar donde sabe que existe la magia.
Al llegar a ese lugar, después de transformar un dragón en un caballo volador y de vencer al guardián descubre que la magia ya no existe porque la hechicera se aburrió de tanto esperar un Príncipe Azul que venciera tanto al dragón como al guardián y se durmió.
Entonces el Mago comenzó a sacar muchas cosas de su sombrero, hasta que encontró una armónica y al tocarla primero se despertaron las flores, después los pájaros y por último la hechicera abrió sus ojos; pero al ver al mago sin armadura se quedó triste.
Él dice que llegó hasta este sitio, buscando vivir en un lugar donde la magia exista y la encontró dormida; pero como la Hechicera había despertado la magia en ese lugar de nuevo existía y el mago saco de su sombrero una flor y un hacedor de burbujas y mientras la hechicera toma con sus manos la flor que le ofrece el mago, se dibuja una sonrisa en su rostro, porque comienza a ver un montón de burbujas en forma de corazón.
Entonces se cierra el telón. Ella sigue mirando las burbujas que flotan en el aire, al otro lado el silencio del entretiempo, los utileros rápidamente van retirando el decorado. El mimo, está en silencio contemplando tras bastidores la escena, en su mano la carta de amor que había escrito para ella que solamente tenía ojos para las burbujas que flotaban en el aire.
Él dice que se arrepiente por lastimar su corazón, que sólo se trataba de un desliz y ella que quiere ser feliz no duda de sus palabras. Mientras el telón se abre, la historia continua él ya fue perdonado. El mimo comprende por el momento esa mujer de ojos marrones es inalcanzable.
La escena transcurre, al final los aplausos, al final ella y él se van de la mano.
Pasarán once primaveras, el mimo tiene ahora la edad de Cristo crucificado, hace tiempo que ya no sube a un escenario, al caminar por la calle rumbo a su trabajo antes de las ocho, se queda mirando un afiche pegado a una pared que anuncia los lentes de contactos ofrecidos por una óptica, luego sigue su camino.
Al medio día, fue al mismo restaurante donde almorzaba desde hacía tres años, era miércoles el menú sin variadas opciones ya lo sabía de memoria, servirían carne con pimentón y puré de papas acompañado de arroz, dejaría el arroz a un lado porque prefería el sabor de los trozos de carne acompañados del puré, la sopa sería de trigo el postre sería una fruta como era primer semana del mes, adivinaba que sería un durazno. Pero nunca hubiera imaginado que, de todos los lugares en el universo donde se podía comer puré de papas con carne picada revuelta con pimentón, ella escogería en ese medio día de septiembre justamente al restaurante ubicado a dos cuadras exactas al norte del reloj de la iglesia de Santa Rosa.
Ambos se reconocieron, apenas se quitó el sombrero alón que lo protegía del sol, que iluminaba inclemente la empedrada estrecha calle, pero detalles más o detalles menos, en realidad ella lo reconoció antes. Y compartieron la mesa, primero una jarra de limonada luego el almuerzo.
¿Por qué volviste a Yotala? Ella sonríe y repite con sentimiento aquel verso, "…cuando llegue Santa Rosa, cantaremos, bailaremos…", ambos tarareaban esa canción de Rolando Lima cuando eran jóvenes, sobre todo cuando se acercaba los días de septiembre. Vas a creer que tal vez sea cuento, pero ya te había visto antes de llegar a este momento. ¿Nos encontramos en sueños? Pregunta ella con coqueta curiosidad, mirándole con sus ojos marrones. En realidad, fue hoy temprano por la mañana, es que hay un anunció que tiene varios años con tu foto anunciando unos lentes de contacto de colores, pero la verdad el color de tus ojos es mejor al natural.
Esa fotografía la tomaron un martes, cinco años antes. Pero ella no lo recordaba. ¿Qué horrible no? ¿Qué cosa? La comida. ¿La comida? Sí la comida, es un sabor tan provinciano afirmó ella, mientras escarbaba los pedazos de carne separándolos de los restos de pimentón. Luego comentó bien bajito la cocinera seguramente debe ser de las tontas, de las que sólo se aprendió unas cuantas recetas por la televisión, que ahora va rotando cada semana.
Él sonrió y dijo que le gustaba, mientras comía con deleite su plato, devorando hasta el arroz. Ella dejo el plato sin tocar, igual que la sopa, pero luego sí se comió el postre.
Que mal gusto para decorar las paredes, las caretas me recuerdan cuando el tiempo del teatro, pero con esos colores chocantes, son de mal gusto repitió. Siguió un monologo interminable, sobre las cosas malas de los pueblos, por ejemplo, la cobertura del teléfono afirmó, terminando de comer el durazno cambio de tema.
¿Comprará el durazno en el mercado?, ¿No creo?, ¿Cómo sabes?; ¿No te acuerdas?, ¿Qué cosa?
Hay un árbol de durazno en el patio, de ahí vienen, lo sé porque aquí es la casa donde nací. Siguió luego un silencio incómodo. Mientras él bebía un vaso de limonada, entonces la mujer de los ojos marrones dijo algo de atender una llamada, salió a la calle fingiendo contestar, pero ya no regresó, hasta se fue sin pagar la cuenta. Y al abrir la puerta, un repentino soplo de viento hizo volar su sombrero bien lejos, hasta llegar al mostrador.
¿Quién era?, ¿Ella?, ¿Una compañera del teatro?; ¿Cómo lo adivinaste?
Por lo bonita y elegante, respondió. Luego agregó, además vos invitaste su almuerzo, eso solamente haces con tus amigos de aquellos tiempos, por eso preferí no molestar mientras almorzaban.
Mañana se cumplen los tres años que nos casamos. Dijo él como cambiando de tema. Sí así es y le dio un beso en la boca, alejándose inmediatamente pero antes sacó de su delantal un durazno y se lo aventó con picardía. Él lo agarro en el aire y repitiendo unos movimientos de sus tiempos de mimo le agradeció por el beso. En las paredes colgaban viejas fotografías familiares en blanco y negro, rodeadas por caretas de teatro fabricadas en yeso y pintadas de vivos colores unas simulando tristezas y otras sonriendo alegremente.

Al deleitarse con el dulce sabor del durazno, comprendió que no necesitaba tener un sombrero y ser mago. Tampoco necesitaba viajar en el tiempo, había descubierto la felicidad en los labios del amor de su vida.


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