Recordemos también que Marcelo fue uno de los mejores escritores del país y es el único novelista boliviano galardonado con el Premio William Faulkner.
“Las seis de la tarde. El padre Justiniano ha llegado a tiempo para oír el tañido de las campanas y ver el vuelo desordenado de las palomas frente a sus ventanas”. Son las líneas que dan comienzo a “Los deshabitados”, novela que Marcelo Quiroga Santa Cruz escribió en el invierno de
La obra del joven novelista aborda una temática de profundidades humanas al modo de Camus. Encuentros que son desencuentros, esperas sin esperanzas, amores de mala fe. Terribles paradojas, agridulces ironías.
Poblado de soledades, el mundo que crea Quiroga Santa Cruz es un fresco con toques surrealistas de aquella sociedad todavía rural y feudal, también clerical, en una ciudad donde “cada vez se instalaban más fábricas”. “Tú le llamas fe, pero su nombre es miedo”, dirá Fernando Ducrot, el personaje principal que, debatiéndose entre la religión y el anarquismo, desarrolla suculentos diálogos existenciales con un viejo y sabio párroco.
Ducrot se asemeja a un ángel caído de Anatale France. Es el alter ego del joven Quiroga Santa Cruz, en una visión de sí mismo no exenta de una tensión profética cuando pone en boca de su personaje estas palabras relativas a su, todavía insospechada, frustración como escritor de novelas y poemas a tiempo completo:
“35 años de edad… para un escritor son poquísimos. Todavía no he publicado nada. No importa. No es cuestión de cantidad. Ya veremos cuando comience el primero. ¿Escribiré alguno? La verdad es que empiezo a perder confianza. No es para menos. ¡Qué diablos! Si ni siquiera sé lo que quiero. A mi edad, un albañil ha hecho una casa. ¡Por lo menos! O un ladrón ha robado varias veces; estará metido en la cárcel; habrá logrado algo. Y yo, ¿qué? Sin embargo, me las arreglo para que me consideren un escritor…”.
Y es que la angustia que siente Quiroga Santa Cruz por la realidad social que le rodea pone en cuestión su rol de intelectual. Ante el dilema de escribir lo que se siente, lo que se piensa o lo que se debe, su interlocutor, el cura humanitario, interviene acusándole de ser como todos los literatos de aquella época que “eligen ese oficio porque les repugna la gente”. Pero Ducrot, desafiado en su fuero más íntimo, dirá:
“Creí haberme convertido en escritor por una especie de vértigo social. No era la oquedad de un abismo lo que me atraía, sino un mar de cabezas y corazones humanos que podían pensar y sentir conmigo”.
Después de “Los deshabitados”, Marcelo no volvió a escribir nunca más una novela individualista. No era ya necesario, la que hizo valió por mil. Entonces esa especie de vértigo social, ese mar de cabezas y corazones humanos que podían pensar y sentir con él, esa vena marxista que se apoderó de su pluma, lo comprometió con la historia social y política de Bolivia hasta sus últimas consecuencias.
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